DETECTIVE PRIVADO
No
debería estar haciendo esto.
No,
no debería; en serio se lo digo. Me juego la licencia. Y bien que me costó
conseguirla.
Pero no quiero pensar en eso. Ya
estoy aquí. De perdidos al río, como dice mi madre. Mientras no aparezca la
policía y me pregunte qué demonios hago a las dos de la mañana sentada en mi
coche con un equipo de vigilancia valorado en más de tres mil euros, todo irá estupendamente.
Usted no lo sabe, claro. De acuerdo,
se lo contaré. Verá, soy detective privado. La detective más joven de España;
y, probablemente, la mejor. Supongo que está mal jactarse de algo así, pero es
la verdad. Me licencié en Psicología y después hice un máster en Criminología.
Aún no había cumplido los veinticinco cuando me matriculé en la Complutense con
la firme intención de ser detective privado. Terminé los tres cursos en tres
años (no alardearé de mis notas para no ser presuntuosa, pero ya puede usted
imaginarse, habiendo sido la primera de mi promoción) y conseguí mi licencia a
los veintiocho años. En este momento, sentada en mi Opel Astra de 2006, con una
cola de caballo, una cazadora vaquera, camiseta y mallas, rodeada de bolsas de
doritos y botellas de Pepsi light de medio litro, a punto de cumplir los
treinta y armada con un equipo digno de las películas de Misión Imposible,
puedo decir, aunque mi aspecto le diga lo contrario, que no me ha ido nada mal.
No he parado de trabajar desde el
primer día. Sobre todo bajas laborales fraudulentas y divorcios. No sabe usted
lo creativa que es la gente para escaquearse del trabajo o conseguir una buena
cantidad de pasta. Las aseguradoras me encargan más trabajo del que puedo
asumir, por eso terminé asociándome con Estrella, una colega de cuarenta y
cinco años, madre de tres hijos, casada dos veces y con más mala leche que una
avispa japonesa.
Estrella fue la que solucionó el
caso aquel de Valencia, ¿se acuerda usted? El de ese hombre que fingió la
amputación accidental de su brazo para cobrar los cien mil euros de la póliza.
Un desastre de primera. Resulta que el infeliz arrojó el brazo al contenedor y,
cuando Estrella empezó a husmear, se asustó y regresó porque se había deshecho
de la mano en la que estaba su anillo de casado. Y ahí fue donde mi socia lo
pilló: cuando examinó el brazo, se fijó en que el anillo había sido extraído a
las bravas, deformando el dedo a posteriori. El pobre hombre se derrumbó en
menos de cinco minutos. Cortarte tu propio brazo, en connivencia con tu mujer y
tus hijos, para después quedar como un idiota sin brazo y sin dinero debe ser
duro. En retrospectiva, da un poco de pena, convendrá usted conmigo.
Yo misma tardé tres horas en
resolver el caso de un hombre de cincuenta y dos años que llevaba empalmando
bajas laborales desde hacía la tira de tiempo. La empresa me contrató y lo
pillé saliendo con un grupo de amigos en su bici de montaña un domingo por la
mañana. El tipo me miró durante casi un minuto cuando me presenté. Era un tío
bastante atractivo; se notaba que estaba disfrutando de su temporada sabática
cobrando por el morro. Al final, sonrió y me dijo: “Me has pillado, guapa”. Un
fulano de primera.
No pienso amargarle el día con
nuestros éxitos, no se preocupe. Solo le cuento estas anécdotas para que
entienda que no somos unas aficionadas.
Y aquí estoy.
He
bajado la ventanilla un poco para airear el coche del pestazo a doritos. En la
última hora solo he visto a una persona en la calle, una mujer de alrededor de
sesenta años, en bata, paseando al perro; gruesa, de andares lentos, cabello
teñido de rubio, nariz pequeña, ojos grandes y muy juntos, hechizada por la
pantalla de su teléfono móvil. No creo que haya reparado en mí, caminaba
demasiado ensimismada en sus notificaciones del Facebook como para darse cuenta
de algo distinto a su propia necesidad de afirmación ajena.
Supongo que debería dejarme de
rodeos y contarle de una vez lo que estoy haciendo aquí.
Digamos que este es un trabajo
personal, es decir, yo misma me he contratado. Investigo los movimientos de mi
exnovio Juan Carlos. “Investigo” es un poco pretencioso por mi parte. Sería
mejor decir que espío sus movimientos, pero el eufemismo me permite eliminar el
fracaso en la ecuación de mi vida.
Hace seis meses, al regresar de un
congreso en Vitoria sobre criptomonedas y estafas online asociadas a su uso,
encontré un poco raro a Juan Carlos. Verá usted, se trata de cuestiones muy
sutiles, casi etéreas; si no fuera detective no me hubiera dado cuenta, pero lo
soy, de modo que entenderá lo que le cuento. Ninguno de los signos constituía
en sí mismo motivo de alarma: un ligero aleteo de las fosas nasales por aquí,
mayor número de parpadeos por minuto por allá, leves alteraciones en el
registro vocal, transpiración de origen nervioso o repetición excesiva de
coletillas, pero, en conjunto, adquirían la forma de una gran luz roja
parpadeante en medio de la noche más oscura. Le pregunté qué le pasaba y el muy
idiota se me puso a llorar en menos de treinta segundos.
Me la estaba pegando con una
compañera de trabajo. Una de esas chicas perfectas con un Instagram de estrella
de cine, ya sabe usted: fotos en playas paradisíacas, desayunos continentales,
primeros planos maquillada como la puerta de un circo, stories con
bailecitos tontos… puede hacerse una idea.
La chica se llama Covadonga, ¿qué le
parece? ¿Habrá nombre más pijo en este planeta? Pues me la estaba pegando con
doña perfecta desde hacía dos meses. Lo que más me molesta es que su traición
me deja en muy mal lugar, profesionalmente hablando. De hecho, ahora mismo me
arrepiento un poco de haber presumido de mis éxitos. Pensará usted que soy una
cría desorientada y una profesional decepcionante que no es capaz de descubrir
durante dos meses que su novio se veía con otra a escondidas.
Mi madre está contenta, dice que
Juan Carlos es un memo y que estaré mejor sin él (en realidad no dijo memo, dijo
“asqueroso gilipollas”, pero me parecía un poco grosero escribirle a usted en
estos términos. Mi madre es muy protectora, es lo que tiene). Seguramente lleva
razón, mi madre, quiero decir, pero eso no supone consuelo alguno.
La verdad es que no sé qué hago
aquí, sepa usted. Cada noche aparco el coche frente a su apartamento y miro las
luces del piso que compartíamos hasta hace poco y trato de adivinar la vida de
los tortolitos por detrás de las cortinas blancas de Ikea que, por cierto,
compré yo, porque Juan Carlos es incapaz de limpiarse el culo solo sin ayuda de
una mujer. Me he dicho a mí misma mil veces que he dejado de quererlo, que ya
no ando desorientada como una sonámbula a las tres de la mañana, que hoy será
la última noche, que dejaré de ser una patética exnovia de esas que salen en
las pelis tontas de los sábados por la tarde, pero el caso es que aquí estoy,
como le decía.
Poseo dispositivos electrónicos de
alta generación, entrenamiento específico en vigilancia y seguimiento; también cuento
con una tenacidad a prueba de traidores, buen olfato, conocimientos profundos
sobre la conducta humana, amplios recursos para adaptarme a todo tipo de
situaciones… y lo único que se me ocurre es pasar las noches sentada en el
coche, comiendo doritos y bebiendo Pepsi light, tratando de no llorar al
imaginarme a Juan Carlos y a la virgen de Covadonga metiéndose caña en la cama,
refocilándose a mi costa, entre las sábanas del Carrefour Home que compré el
verano pasado.
Bueno, no voy a molestarlo más. Es
usted un hombre ocupado y no quisiera importunarlo más de lo que ya lo he
hecho. Además, mañana necesito estar fresca para investigar un posible fraude.
Una chica de veintidós años asegura que no puede volver a pisar la calle ni ir
a trabajar porque un perro le mordió hace unas semanas y ha desarrollado fobia a
los perros (cinofobia, me he documentado), sean de la raza, color o tamaño que
sean. La compañía aseguradora que me ha contratado se huele algo extraño y
quiere que justifique si los noventa y dos euros diarios que le están pagando son
producto de un trastorno psicológico real o de una farsa. Se lo iba a pasar a
Estrella, pero mañana tiene cita médica con su niña pequeña, Lucía. Ya sabe,
inconvenientes de la maternidad.
Juan Carlos se acostó hace bastante
rato. Imagino que habrá habido amor del bueno bajo mis sábanas. Ahora estarán
dormidos, abrazados, disfrutando del suave porvenir de los destinados a la
felicidad.
Voy a quedarme un rato más, hasta
las cuatro de la madrugada. Después, volveré a mi piso y me meteré en la cama.
Una última cosa. No sé si le parecerá correcto, pero en caso de que aparezca la policía y me pregunte qué demonios hago aquí, comiendo doritos y bebiendo Pepsi light junto a un equipo tecnológico de tres mil euros, tengo preparado un dossier con todos sus datos y algunas fotos –digamos comprometedoras-- tomadas hace un par de días para informarles de que estoy haciéndole un seguimiento. Les contaré toda la parafernalia relativa a su adulterio. No se lo tome a mal, tenía que seleccionar un plan B y usted es perfecto: el clásico Sugar daddy enfrentado a la crisis de la edad madura. Ella es muy guapa, se lo concedo, aunque un poco joven para usted, si me permite las confianzas. Desconfíe de ella, ya mismo se lo digo, no le traerá nada bueno.
En cualquier caso, pierda cuidado, puede usted confiar en
mí: no pienso decirle nada a su mujer.
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