CEREZOS EN FLOR

 



Laura me dice algo sobre los cerezos, pero no consigo escucharla, enmarañadas sus palabras entre las indicaciones del navegador y la música que llega de la radio. Conduzco a través de una recta larguísima, en paralelo a un río estrecho y convulso, que se proyecta sobre un lecho pedregoso, bajo la lluvia torrencial de principios de marzo.

Tras varias horas de viaje, aún no sé si estoy donde quiero estar.

--¿Cómo? –pregunto, absorto en las gotas que se desparraman empujadas ferozmente por el parabrisas.

--Nunca me escuchas. Decía que los cerezos aún no han florecido y que así es un fastidio. Lo bonito de venir aquí es ver los cerezos en flor.

--Pensé que lo bonito de venir aquí era poder pasar tiempo juntos.

Nos quedamos en silencio unos minutos, contemplando el paisaje deslumbrante del valle bajo la lluvia. Laura consulta su móvil.

--Estamos a veinte minutos.

Y unos segundos después, apostilla:

--Qué pena, con los cerezos en flor todo sería perfecto.

En Cabezuela del Valle, nos detenemos en el puente. La lluvia cae con insistencia, pero me da igual. Me apeo del coche y contemplo las rocas pulidas y azules, como balas de un cañón gigante. La cortina de agua se desploma sobre el río. A mi izquierda, la bruma cubre el pueblo. Oigo un claxon a mi lado. La tristeza me envuelve, me atenaza por completo.

--Está lloviendo mucho –me dice Laura desde el coche--. Entra.

Obedezco. Pongo el coche en marcha de nuevo.

--Hay una cascada aquí cerca –me explica Laura, después de un par de kilómetros--. Podemos desviarnos un momento, es poca cosa. Y después volvemos al hotel.  Es una pena lo de los cerezos, pero bueno, qué le vamos a hacer.

--Parece que va a dejar de llover –consigo decir, como única respuesta.

Una carretera llena de requiebros y peligrosos precipicios rodeados de castaños nos lleva al “Salto del Caozo”. Sobre un rudimentario puente de hierro, extraviados ambos en nuestra propia manera de vivir esta escapada rural con la que esperamos reconducir un matrimonio a la deriva, contemplamos la furiosa cortina de agua. Un retazo de arcoíris se adivina por encima de la espuma rugiente. Laura hace fotos y comparte sus impresiones con otras personas.

--Le estoy mandando fotos a mi hermana. Quiere venir con el novio. Le he dicho que espere un poco, hasta que los cerezos estén flor.

De vuelta en la posada, cenamos en silencio, oyendo el rumor del río y el golpeteo de la lluvia en los amplios ventanales, por los que vemos los esqueletos de unos árboles fantasmagóricos, con sus retorcidas y amenazantes ramas arañando los cristales.

--¿Qué te apetece hacer mañana, Laura? ¿Quieres que visitemos algún otro sitio cercano?

--Pues la verdad, tal como está la cosa, prefiero volver a casa. Sin los cerezos florecidos no tiene gracia estar aquí.

--Pensé que igual te gustaría pasar la mañana en algún pueblo de los alrededores. El valle es precioso.

--Sí, lo es, pero se me han quitado las ganas, no sé. Además, tengo sueño. Pide la cuenta, anda.

En la habitación, tumbados en la cama, comprendemos la imposibilidad de los amores exhaustos por el tiempo y la costumbre. El espacio entre ambos es demasiado grande como para encontrar un puente con el que atravesarlo. Me siento al final de un camino largo y pesado. Laura me da las buenas noches, se arrebuja entre las mantas y me da la espalda. Contemplo los osos de peluche de su pijama y su pelo desbordándose por la almohada. Quisiera desear acariciarle el cabello y besar su espalda, como antes, pero, al igual que ella, me giro a mi lado de la cama y cierro los ojos.

--Apaga la luz –murmura.

Por la mañana, después de desayunar, iniciamos el camino de regreso a la ciudad, donde no sé qué nos espera.  Ha dejado de llover. Los montes que custodian el río milenario resplandecen, acariciados por el sol suave de marzo.

Al abandonar el valle en dirección a Plasencia, Laura rompe el silencio:

--Una pena, con los cerezos en flor hubiera sido un viaje perfecto.

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