LOS POETAS


                                                     El poeta pobre (1839) Carl Spitzweg

Dos poetas tomaban café --tan poéticamente como les era posible-- a la sombra de unos naranjos en flor en una plaza cualquiera, bajo el cielo metálico de una ciudad costera de provincias. El calor era aún soportable. La gente andaba sumida en sus historias habituales de compras, pago de recibos, visitas al ayuntamiento o saludos a conocidos. Unos iban y otros venían; algunos se sentaban a la sombrita y tomaban un café. Al rato se levantaban y se iban. Pero nuestros rapsodas continuaban a lo suyo, discutiendo de lo humano y lo divino, como el dios de los poetas manda. Entrambos sumaban seis meses y trece días (más algunas horas) de vida laboral. Conozcamos el contenido de su palique.

--¿Has leído lo último de A? –dijo el más joven.

--Basura, como todo lo que escribe ese meapilas–afirmó el más viejo.

--Estoy de acuerdo. Su falta de profundidad es dolorosa.

--Tan profundo como una lata de anchoas.

--No entiendo que a la gente le guste. Y lo peor es cuando le dan premios.

--Los jurados están comprados, lo que yo te diga –convino el más viejo.

--¿Qué pasó con el certamen de Sevilla?

--No me hables, que me pongo malo. Pues qué va a pasar, que se lo dieron a uno de esos jóvenes del Instagram, uno de esos poetas blanditos cuyos versos avergonzarían a cualquiera.

--Siempre igual –dijo el más joven, buscando el aprecio del más viejo--. Tu poema era el mejor, estoy seguro. Esta gente es así de frustrante: dándole los premios a sus amigos.

-La poesía está muerta. Ya no vale la pena partirse el alma escribiendo.

El más joven asintió. El más viejo torció el gesto y se quedó mirando a las palomas. Una nube cruzó el cielo de abril. Una vendedora de cupones se puso entre ambos, como la cesura entre dos hemistiquios. Le dijeron que no querían cupones de la forma más lírica posible: ignorándola.

--El martes próximo, B presenta su nuevo libro en la biblioteca, ¿vas a ir? –preguntó el más joven.

--Ni muerto –dijo el más viejo--. Mi tiempo es demasiado valioso.

--Yo tampoco iré. Le he puesto “me gusta” en Facebook, con eso tiene de sobra.

--Demasiado es. Ni eso se merece. Otro que solo publica versos torcidos –dijo el más viejo--. Ahora cualquiera es poeta. Esto es desesperante.

Justo después de mejorar el mundo con su opinión sobre B, el poeta más viejo contempló con desagrado la llegada de C, D y E, tres poetas (¡tres a la vez!) que pasaban por allí, camino, seguramente (pensó el poeta de sienes plateadas), de mendigar algunos euros al concejal de cultura.

--Buenos días, F. Buenos días, G –dijeron al unísono los tres poetas--. No podemos pararnos. Tenemos cita en el ayuntamiento.

--Algo jugoso, espero –dijo el más viejo.

--Ya os contaremos –contestó uno de ellos, con la boca cubierta por la lana de una bufanda absurda y de rima asonante--. Contamos con vosotros.

--Desde luego, claro que sí. Lo que haga falta –dijo el poeta más viejo. Y cuando se fueron, continuó, guiñando un ojo a su protegido--. Con esos no voy yo ni a mear a la esquina.

--D tiene buenos versos –objetó el más joven.

El más viejo parpadeó varias veces seguidas.

--¿Cómo?

--Bueno –comenzó a retractarse el más joven--, algunos versos me gustan, pero casi nada, en realidad. Me gusta su forma de ver las cosas.

--¿Su forma de ver? Ese no es capaz de ver una polla en un barril lleno de pollas –dijo --poéticamente--, el más viejo, zanjando, de paso, la discrepancia.

                                                        Un rincón de la mesa (detalle)

                                                              Henri Fantin-Latour (1872)                                                     

Pidieron unos vasos de agua. Los posos del café llevaban tanto tiempo abandonados en el fondo de sus tazas que habrían servido para dar la buenaventura a cinco generaciones de una misma familia. El camarero, resignado, qué iba a hacer el hombre, trajo los vasos de agua y tuvo la delicadeza de no retirar sus tazas, para que pudieran continuar la ficción del consumo suficiente.

--¿Cómo va tu libro? –dijo, de repente, el más viejo.

El poeta más joven se sobresaltó. No esperaba la alusión directa a su trabajo.

--Bueno, pues ahí andamos, escribiendo todo lo que puedo.

--A ver cuándo me lo enseñas –apuntó el más viejo, después de dar un sorbito modernista a su agua.

--Cuando esté listo te lo enseño, por supuesto. Ya sabes lo que significa tu opinión para mí.

La verdad era que el más joven apenas había escrito una docena de versos. Sus publicaciones en Facebook e Instagram (el más viejo toleraba, pero no aceptaba sus veleidades contemporáneas) lo mantenían muy ocupado y bajo un opresivo estado de ansiedad constante. De hecho, no estaba comprobando cuántos “me gusta” sumaba su última publicación (la foto de un corazón palpitante, rodeado de espinas y debajo unos versos: El fuego de tu mirada/apaga mi incendio) por respeto al poeta más viejo, excesivamente beligerante con las redes sociales. El más joven prefirió cambiar de tema y hablar de otras personas, un ejercicio menos temerario que hablar de uno mismo.

--H me ha pedido que lo presente el mes que viene.

--¿Y qué le has dicho? –inquirió el más viejo, amoscado.

--No sé. Aún no le he confirmado nada. Es en la capital, ya sabes, hay que desplazarse, comprarle el librito, tomarse un café, una copita… y hasta que mi madre no cobre la pensión no tengo un duro. Pero es un amigo, tendré que ir.

--Mándalo al carajo y que lo presente I, que siempre está besándole el culo, como si fuera alguien. H no tiene ni puta idea de lo que es la poesía, por más que sea el niño bonito de la Diputación.

--¿No te gusta I? –preguntó el más joven—Su último libro no estaba mal.

--¿I? ¿Bueno? ¿Te ha sentado bien el café hoy?

--Hombre, no escribe como tú o como J y K, pero no me disgusta.

--Ese es un robaperas, como todos los que hay por ahí publicando bazofia.

El reloj del ayuntamiento dio las doce. El camarero abrió varias sombrillas para que los ingleses tardasen algo más de tiempo en adoptar la tonalidad crustácea acostumbrada cuando Helios cruza el cielo en su carro tirado por cuatro corceles.

                                                              Generación de 27

--¿Te ha pedido L alguna colaboración? –preguntó el más joven.

--No. Por lo menos, aún no. ¿Y a ti?

--Me llamó ayer para un proyecto con varios poetas más. M, N y Ñ también participan. Me extraña que no te haya avisado, siendo, como eres, el mejor de todos.

--Envidia –dijo el poeta más viejo--. Así de simple y así de claro. Como dijo Calderón: “Aunque la persecución/de la envidia tema el sabio/no reciba della agravio”. Vamos, que me la suda. L siempre hace lo mismo: aprovecharse del trabajo de otros.

--Pues igual le digo que no –proclamó el joven.

--No, no, ni mucho menos. Si te apetece, mándale alguno de tus poemillas. Te vendrá bien tener obra publicada. ¿Mencionó el dinero para algo?

--No, de dinero no hablamos.

--Claro—dijo el más viejo--, como que lo quiere todo para él.

--No creo que se venda mucho, de todas formas.

Se quedaron callados un rato. El más viejo rumiaba pensamientos y versos, mientras cavilaba cómo endosarle el café al poeta más joven. El más joven, sin embargo, trataba de encajar en su cerebro el sonido doloroso del término “poemilla”, proferido por los finos labios del más viejo.

El más viejo rompió el silencio.

--O ha publicado una novela, ¿lo sabías?

--Sí, lo vi en su Facebook.

--No sé cómo tiene tiempo para escribir y nada menos que una novela, si anda todo el día haciendo el tonto en el Facebook ese.

--Ni idea –dijo el más joven--, pero está teniendo buenas críticas.

--No me extraña. Tiene a los dos o tres críticos de turno comiéndole los huevos cada vez que escribe algo. Y yo tengo que soportar esta invisibilidad, como si no existiera, mientras estos poetastros de tres al cuarto reciben premios, subvenciones y atenciones.

--Es que lo tuyo clama al cielo. No hay quien lo entienda. No hay nadie que se te parezca. Es injusto.

--La envidia, te lo acabo de decir. Los demás no me soportan porque saben que estoy a otro nivel. No quiero ser presuntuoso, ya sabes que no me gusta alardear.

--No, no, no, no, por supuesto. Poca gente más humilde que tú. Tu poesía debería estar en las escuelas, en las universidades, en todas partes.

El poeta más viejo pudo haber hecho algún gesto para detener la hemorragia pelotillera del más joven, pero no lo hizo. Los halagos insuflaban vida en él, le hacían sentirse vivo y, por fin, legitimado.

--La semana que viene es la Feria del Libro –dijo el más joven.

--¡Esa es otra! ¿Sabes que P y Q estarán firmando libros el jueves que viene? ¿Pero a santo de qué? Si esos dos son casi analfabetos, por todos los dioses. Y yo no he recibido ni una llamada, ni siquiera de algún colegio o instituto para el Día del Libro.

--Bueno, cálmate, cálmate. Todavía queda mucho tiempo, verás como al final te avisan.

El más viejo miró al más joven con desconfianza. Percibió en sus palabras un aire de traición.

--¿A ti te han llamado?

--Nnnn…, sí, me han llamado de un colegio para hablarle un poco a los chavales de poesía. Quería llevarme mi último libro y leerles algunos poemas –dijo el más joven, con evidente embarazo.

El más viejo sonrió.

--Claro que sí –dijo con exagerada alegría--. A los niños les va a encantar tu poesía. Es fácil de leer –concluyó con malicia.

El más joven se avergonzó. Sintió haber decepcionado a su mentor, aunque se le vinieron a la cabeza los poemas que le había copiado el más viejo para su último libro. Fue halagador, pero no estuvo bien. Se los apropió sin más. Primero dijo que no le gustaban, que le parecían pueriles y mal versificados. Y dos meses después, el poeta más joven los reconoció en el libro publicado por el poeta más viejo. Lo peor de todo es que ni siquiera se había disculpado o, al menos, agradecido el plagio. Claro que se trataba del mejor poeta de su generación, del único poeta que merecía ese nombre, pero no había estado bien. No señor. El poeta más joven no encontraba la fórmula para engarzar la rabia en la admiración. Y aquella burla directa y descarnada contra sus poemas (es fácil de leer, había dicho) quedaba fuera de lugar.

--Cada vez está peor la cosa –dijo el más joven, por decir algo.

--¿Qué cosa?

--La literatura, digo. Cada vez está todo más complicado, ¿no te parece?

El poeta más viejo inspiró con fuerza y dejó escapar el aire lentamente, como si estuviera pensando (cosa que no estaba haciendo, la verdad sea dicha) un argumento válido para contestar la pregunta de su discípulo.

--Mira, cuando yo tenía tu edad, estábamos yo y, como mucho, R, S y T, aunque ninguno valía gran cosa, la verdad. Después, estaba también U, pero ese no cuenta porque se metió en política y ahí lo tienes, chupando del bote y contando la milonga del poeta sacrificándose por sus congéneres. Hoy hay diez poetas en cada barrio y cada uno de ellos se cree mejor que nadie. Todos esos mierdecillas están cargándose la poesía, con sus versos muertos, apestando a podrido. Solo hacen ruido y bulto. Por supuesto –continuó tras saludar con la mano a alguien que pasaba por allí--, algunos jóvenes como tú aún representan la esperanza de Calíope, pero lo demás es chusma.

                                           Duelo a garrotazos (1823) Francisco de Goya

El poeta más joven discrepaba, pero jamás se le hubiera ocurrido disentir en voz alta de las palabras del poeta más viejo. Primero, porque le tenía un respeto pavoroso y, segundo, porque en caso de hacerlo, la conversación se alargaría hasta el infinito. Y no existía en el universo tortura más acerba que una diatriba del poeta más viejo. Se sentía un poco desagradecido pensando de esta manera, sobre todo, después de haber sido halagado de tal manera por el príncipe de la poesía provincial, así que optó por callarse y ver qué le deparaba el destino.

--Y ya no te digo nada –prosiguió el poeta más viejo—si nos metemos en el terreno de las mujeres. ¿Has leído algo de esa V? Es horrorosa, una ama de casa con ínfulas. Y la otra, ¿cómo se llama?

--¿W? –inquirió el poeta más joven.

--Esa misma. Otra que tal baila. Esta W escribe sus pensamientos aburridos y piensa que valen algo. No solo es molesta, sino mucho peor, pretenciosa, precisamente por querer aparentar simplicidad y pureza. Cuando cita a Juan Ramón es para morirse.

--Algunos poemas de W son buenos. A mí me gusta cuando escribe de lo cotidiano. Eleva las pequeñas cosas con una poesía sencilla, pero efectiva –se atrevió a puntualizar el poeta más joven.

--Pero, ¿te estás escuchando? ¿Se puede saber qué te pasa hoy? No, si ya solo me queda que añadas algo bueno sobre X o Y. Sería ya el colmo. V y W son el mismo perro con distinto collar, sin querer insultar a los perros en la comparación. Mujeres fregando, tendiendo la ropa, hablando de sus periodos, de sus frustraciones menopáusicas… un despropósito.

--Hay verdad en algunos de sus versos. Y dolor. Y furia. Eso cuenta a su favor.

--Verdad hay en mis huevos.

El poeta más viejo se levantó dispuesto a irse. El poeta más joven lo miró, contrariado. Un aire de patetismo irremediable se coló en medio de ambos.

--Te agradezco la invitación –comenzó el poeta más viejo. El poeta joven no recordaba haberse referido en ningún momento a invitación alguna--, pero me tengo que marchar. Me han pedido escribir una semblanza de Z y, aunque no me apetece y no creo que valga la pena como poeta, me debo a mis compromisos. Mándame tus poemas nuevos cuando quieras, por si necesitas correcciones o la opinión sincera de un amigo.

--Lo haré, por supuesto –contestó el poeta más joven, sabiendo que si lo hacía, perdería esos poemas para siempre.

Se dieron la mano y el poeta más joven observó al poeta más viejo alejarse caminando entre los grupos de gente que atravesaba la plaza. Andaba como un poeta, no cabía duda. El poeta joven pensó en que su madre estaría haciendo ya la comida. Debía apresurarse, porque, si llegaba tarde, su madre se ponía muy pesada y eso no era algo que un poeta tuviera que soportar. ¿Por qué era tan difícil triunfar? Si consiguiera al fin disfrutar del éxito, podría marcharse a la ciudad, alquilarse una buhardilla o un apartamento o un loft y dedicarse a escribir y a ser un poeta como dios manda, no uno que viva con su madre.

A su señal, el camarero se acercó y cogió las monedas que le tendía. El joven se despidió y se marchó en dirección opuesta al poeta más viejo, tratando de infundir a sus pasos un aura de lirismo.

El camarero lo vio doblar la esquina y desaparecer. Más de dos horas para dos euros y cuarenta céntimos, pensó. Mucha poesía y mucho rollo, pero valientes roñosos. Recogió las tazas, los vasos, pasó la bayeta por la superficie de la mesa, colocó bien las sillas y se precipitó al interior del bar, a seguir con lo suyo.

                                                    La Colmena (1982) Mario Camus

 Jesús González Francisco.

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