HIMENÓPTERO


                                        Foto: cortesía de Olga Aguilera

La abeja golpeó contra la ventana una, dos y hasta tres veces, antes de desplazarse por el aire recalentado de la cocina realizando una espiral errática y caer sobre el mantel a cuadros, atrapada en un estremecimiento de muerte.

        Eran las seis y media de la mañana. Pronto se levantaría toda la familia. Susana no había podido dormir en toda la noche. Su último fin de semana en el pueblo. Su padre había encontrado trabajo en el Polo Químico de Huelva y allá que se iban, a un quinto piso en una calle cualquiera de la zona de ensanche de la ciudad. Adiós a la laguna de los patos, a triscar por los montes, a subirse a los almendros y los acebuches; adiós a sus amigos, a la caza de jilgueros con red, a vagabundear sin destino por los alrededores del pueblo… los caprichos del destino no la dejaban dormir. Por eso estaba despierta tan temprano, con la claridad inundando la cocina poco a poco, preocupada por su futuro más inmediato.

        Se aproximó con cuidado. Le daban miedo las abejas. A su hermana le picó una mientras tendía la ropa y tuvieron que llevarla a la casa de socorro. Casi se muere. Las abejas, a veces, parecían estar muertas, pero no lo estaban. Cuando te acercabas, pensando que eran inofensivas, se revolvían y te picaban. Susana lo sabía, por eso no terminaba de sentirse segura.

        Mientras daba un paso tras otro, con cuidado de no despertar de su letargo de muerte a la abeja, recordó la frase que había escuchado tantas veces en boca de su madre, de su padre, de su hermana y de cualquier persona capaz de influir sobre ella: “solo sabes si eres alérgica a las abejas cuando te pica una”. Susana no quería tener que pasar por ese trance para saber si lo era o no. Las abejas le daban un miedo atávico, mortal. Aunque reconocía, eso sí, su belleza y su vuelo majestuoso; había aprendido en el colegio muchos detalles sobre su organización jerárquica alrededor de una reina y acerca de sus ingeniosas colmenas donde acumulaban la miel o la cera de las velas. Dentro de aquellas colmenas de color pardo convivían las abejas obreras con los zánganos. Y por encima de ellas una reina inmensa y poderosa cuya única labor se limitaba a comer y a poner más de mil quinientos huevos al día.

Su maestro les había contado que eran imprescindibles para el planeta; sin ellas, todo se acabaría. Se arruinarían las cosechas, los prados sucumbirían, las selvas se secarían, los pájaros morirían de hambre y el ser humano se extinguiría. Susana pensó, mientras se acercaba al zumbido intermitente que emanaba de la lucha por la vida de la abeja, que debía salvarla; debía salvar al mundo.

Parecía joven. Susana la imaginó como una niña de su edad. Bien podría ser una Susana cualquiera, la Susana, quizás, de alguna colmena cercana, perdida por no obedecer a su madre. Imaginó a la abeja Susana saliendo de casa: “Sí, mamá. No, no tardaré. No, no hablaré con desconocidos. En serio, mamá, que no te preocupes, bajo a las flores y estoy de vuelta en seguida”. Justo lo que haría una abeja cualquiera de nueve años, una abeja de un barrio cualquiera, tan normal como cualquier otra, deseosa de explorar los límites de su mundo.

Lo primero que hizo fue coger una fiambrera pequeña de la alacena. Su madre tenía cientos. Algunas de ellas, inexplicablemente, habían extraviado sus tapaderas, o bien estas eran disparejas, quedando destinadas a funciones de lo más diverso: desde cuenco de agua para el perro, hasta depósito de pintura para perfilar los rozones negros de las paredes del piso, pasando por regaderas para las flores, cenicero, recipiente para sumergir las uvas en agua fresca y lavarlas antes de comerlas o medida de la cantidad de agua que debía llevar el arroz.

Y si valían para todas estas cosas, también servirían para salvar abejas. Y de paso a la humanidad.

El segundo paso fue coger una cuchara. Su plan consistía en depositar a la abeja sobre la fiambrera utilizando la cuchara como una pala. Luego le pondría algunas gotas de agua con azúcar y esperaría a que la naturaleza siguiera su curso. Eso era lo que podía hacer por ella, nada más. Suponía un riesgo calculado. Si efectuaba cada movimiento con precisión, podría salvar a Susanita.

Bocarriba, las patitas de la abeja se movían mediante pequeños espasmos. La pobre era incapaz de cambiar de posición. Tenía que estar muy incómoda, pensó Susana.

Una idea cruzó su cabeza. Su tía Juli, la hermana de su madre, le había regalado por Reyes una lupa con la que había aprendido a meterle fuego a las hormigas rojas; a las negras no. Las hormigas negras eran del Señor y las rojas del Diablo. Eso le había dicho su hermana y era algo que todo el mundo en su barrio conocía perfectamente. Ese tipo de sabiduría la echaría de menos: diferenciar las setas venenosas de las buenas para comer, cuándo anidaban los patos o echarse mantequilla en las picaduras. ¿Y si en Huelva no había hormigas, ni vencejos, ni abejas, ni vacas, ni cabras, ni patos, ni setas, ni almendras amargas ni nada de nada?

Volvió de su habitación con la lupa en la mano, dando pasitos cortos para no despertar a nadie. No tenía mucho tiempo. En diez o quince minutos su madre andaría revoloteando por la casa para guardar lo poco que quedaba sin embalar. Colocó la lente a unos quince centímetros de la abeja y alejó los ojos lo suficiente para contemplar a Susanita con total claridad.

Le sorprendió su esbeltez; siempre había pensado en las abejas como bichos gorditos y torpes. Susanita tenía seis patas y dos antenas; unos ojos enormes de color negro y alas transparentes, recorridas por líneas transparentes, como si fueran venas. Para su sorpresa, no era amarilla y negra, como las abejas de los dibujos animados. El negro sí que estaba presente, pero el amarillo se parecía más a la tierra que al color del sol. Todo su cuerpo quedaba cubierto por unos pelillos erizados muy graciosos. Susanita la peluda, pensó Susana. Es lo que le dirían los niños de su calle: Susanita la peludita, Susanita la peludita…

Su atención se centró en el agujón. Que algo tan pequeño le produjera tanto miedo le parecía tan absurdo como el pánico que experimentaba ante el perro de su vecina Luisa, un chihuahua negro y blanco, tan pequeño como un ratón de campo, pero del que huía como del demonio. Y, sin embargo, su hermana estuvo a punto de morir por ese aguijón tan minúsculo. Lo bueno era que ahora no podía hacerle daño. ¿O podía hacérselo? No sería la primera vez que escuchaba historias sobre abejas aparentemente muertas que resucitaban milagrosamente para picarte antes de decir ¡ay!

Decidió concentrarse en la acción de salvar a Susanita la peludita. Condujo la cuchara hasta la abeja y, de un rápido movimiento, la alzó y la depositó sobre el fondo de la fiambrera. La abeja, exhausta, ejecutó un movimiento de contorsionista y, finalmente, logró posarse sobre sus patas. La operación, simple y efectuada de una vez, sin pensar, dio resultado. Ahora necesitaba realizar el segundo paso: depositar unas gotas de agua azucarada en la fiambrera para que Susanita, la abeja herida, pudiera reponer fuerzas y abandonar por fin su cautiverio hospitalario.


                                           Foto: cortesía de Olga Aguilera

Mezcló una cucharada de azúcar en medio vaso de agua y, mojándose las yemas de los dedos, esparció un poco de la mezcla en la fiambrera, como había visto hacer al cura el día que inauguraron el Casino Español. Ahora sí que había hecho todo lo posible por la abeja. El resto quedaba en manos de dios, la naturaleza o quien estuviera al cargo de las cosas de la vida, pensó Susana.

Se sentía bien; realizada y compasiva. Tenía ganas de continuar haciendo buenas acciones. Anduvo dándole vueltas a la cabeza, moviéndose por la cocina, hasta que tuvo una idea: prepararía el café para sus padres y su hermana, así ahorraría trabajo a su madre y seguro que se sentía muy orgullosa de ella. Hacer café la mantendría ocupada mientras la abeja se recuperaba. Miró una vez más al insecto. Susanita agitó las alas levemente. La niña era incapaz de asegurar si la abeja había bebido o no algo del brebaje salvador. Al menos, agitaba las alas. Algo es algo, pensó Susana.

Desenroscó ambos cuerpos de la cafetera, puso tres cucharadas de café en el cacillo sin prensarlo – como le había dicho su padre --, llenó el cuerpo inferior de agua hasta la pequeña válvula, colocó el cacillo, enroscó la parte superior sin apretar demasiado y puso la cafetera, lista por fin, en el fuego más pequeño de la hornilla; encendió el fuego con un mechero alargado de cocina y esperó. No tardó más de tres minutos en realizar la tarea al completo. Se asomó nuevamente a vigilar a la enferma. Le pareció oír un débil zumbido, pero no se entusiasmó, puesto que los sonidos de la cafetera y el propio despertar lento y perezoso del pueblo, inundaban la cocina de resonancias matutinas.

La abeja seguía allí, en apariencia malherida o medio muerta, esa era la única verdad. La supervivencia de Susanita y de la misma humanidad estaban en manos del destino.

Un gruñido escapó de la habitación de sus padres. Oyó a su madre revolverse en la cama mascullando algo imposible de identificar. Lo más seguro es que estuviera zarandeando a su padre para que se levantara. En un par de minutos, su madre se pondría la bata de color gris sobre el camisón de dormir, pasaría primero por el baño para vaciar la vejiga y lavarse la cara e iría hasta la cocina, donde se encontraría con Susana despierta, el café recién hecho y una abeja moribunda en una fiambrera. Susana sonrió anticipando la expresión que pondría su madre cuando viera el conjunto dispuesto en la cocina.

--¿Susana?

--Soy yo mamá, estoy despierta ya. Estoy en la cocina.

        “La niña, que está en la cocina”, oyó decir a su madre. “Voy a levantarme antes de que la líe”.

        --Ya voy, Susana. No toques nada.

        --Vale, mamá. Pero rápido, que quiero enseñarte una cosa que te va a encantar.

        Se volvió para ver a la abeja, pero esta ya no estaba en la fiambrera. Fue cuestión de brujería. Cuánto tiempo se había despistado hablando con su madre, ¿un minuto?, ¿dos? En ese lapso, la abeja se había recuperado y había desaparecido. Una decepción tan grande como una montaña se posó sobre los hombros de la niña. Tanto esfuerzo, tantas precauciones para nada; ni siquiera pudo disfrutar del gran momento de resurrección de Susanita.

        La tapa de la cafetera comenzó a levantarse por efecto del borboteo del café emitiendo un sonido metálico monótono. Se giró para apagar el fuego y entonces noto algo entre el cuello y el hombro, una presencia liviana y saltarina, acompañada de un ligero zumbido. No le hizo falta mirar de reojo para saber que se trataba de su abeja. Se sintió plena de dicha al comprobar que sus cuidados habían conseguido resucitar a Susanita. Ahora la abeja podría volver a revolotear feliz entre las flores y volver a su colmena. Vaya historia tendría para contar: sería la abeja más famosa de la colmena; todo el mundo querría escuchar sus aventuras con aquella niña que la había cuidado y se había asegurado de que sobreviviera. Susana ni siquiera sintió miedo por el aguijón.

        --¿Qué tienes en el cuello? –chilló su madre.

        --¿Qué…?

        La niña trató de volverse en dirección al grito, pero un dolor punzante, hirviente y dolorosísimo se lo impidió. Con la mano izquierda volcó la cafetera, derramando el café recién hecho por el suelo de la cocina, como si fuera sangre. El dolor la congeló en una burbuja de tiempo y espacio. Durante dos segundos no existió nada más que el dolor.

        Vio a su madre acercarse a cámara lenta, como en las películas. Con el rabillo del ojo contempló a la ingrata abeja a la que había salvado, inoculando la ponzoña en su cuello. ¿Cómo podía ser dios tan injusto? ¿De verdad todo tenía que terminar así o estaba en realidad soñando y despertaría ahora de una pesadilla? No, el dolor era real; el dolor imposibilitaba la pesadilla. El dolor y el escozor, tan intensos que le hicieron rechinar los dientes.

        Justo antes de que su madre alcanzara a tocarla siquiera, Susana cayó al suelo, la garganta ocluida por la reacción al veneno. Parte de su cuerpo y su cabeza se empaparon del café derramado en el suelo. Temblaba. Su madre se agachó y le levantó la cabeza. Susana apenas veía. Resulta que era verdad: solo puedes saber si eres alérgica a las abejas si te pica una.

        Junto a ella, se retorcía Susanita la peladita, muriéndose, esta vez sí, con un tercio del abdomen desparramado por el suelo, como un soldado atrapado en las trincheras. La niña vio a la abeja retorciéndose de dolor en el charco de café en el que su cuerpo también se debatía entre la vida y la muerte. Abrazada a su madre, pensó en cómo se sentiría la madre de Susanita sabiendo que su hija andaba perdida por ahí, seguramente muerta. Pudo haber pensado en muchas cosas más, pudo haber reflexionado sobre el dolor ante la muerte, sobre la naturaleza absurda de la vida o sobre los lazos arbitrarios que unen a una niña de nueve años y una abeja moribunda. Pudo haber pensado en todo ello, pero se desmayó en ese instante y todo se volvió negro, como los ojos de una abeja.


                                            Foto: cortesía de Olga Aguilera

Jesús González Francisco

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