LOS "LIBROS RÍO"

 

         


Ahora que se acerca el verano y pronto llegarán las listas de libros imprescindibles para leer en la playa y esas chorradas de suplemento literario, me gustaría adelantarme a la vorágine y hablar un poco en esta entrada de uno de mis recuerdos más preciados. 

                      


No voy a descubrir nada nuevo si hablo de la cualidad casi mitológica que albergan los veranos de nuestra infancia y juventud; aquellos tiempos en los que éramos más guapos, más delgados, más felices y, sobre todo, más despreocupados. El pasado no importaba y el futuro era un concepto abstracto. Lo que de verdad importaba era el presente. 

Mis veranos de juventud en la calle Velázquez, a orillas de la zapera (el nombre que recibe la marisma en mi ciudad, de presumible origen portugués) se vieron enriquecidos desde los 14 o 15 años por el veneno que me inoculó el bicho de la literatura. Cada tarde me exiliaba en el dormitorio de mis padres, a la sazón la parte más fresca de la casa, cerraba las persianas hasta dejar una rendija de luz suficiente y me tiraba en paralelo a los pies de la cama, con la cabeza y los brazos por fuera y un libro apoyado en el fresco suelo. Allí podía pasar horas y horas, entre asombros y espantos, viviendo con plenitud dramas amorosos, aventuras en los Mares del Sur, búsquedas incesantes en los Polos o recorriendo las calles atestadas de coches de caballos a la salida del teatro en el París de Balzac o Stendhal. Aquellas lecturas me salvaron de la caída al abismo cuando era un joven atolondrado y desorientado que empezaba a conocer la dureza del trabajo de jornalero y pensaba que todas aquellas miserias le servirían en el futuro para llegar a ser el escritor que anhelaba ser. En mis "Nueve muertes absurdas y otros cuentos" escribí también sobre esto:

"Tras Stendhal, llegaron otros de diferentes épocas y procedencias que aumentaron el estupor y terminaron de inocular de manera fatal el veneno de la literatura: Flaubert, Tolstoi, Balzac, Stevenson, Conrad, Homero, Dostoievski, Hemingway, Borges, Kafka, García Márquez, Cervantes, Quevedo, Shakespeare, Baudelaire, Lorca, Rimbaud, Celine... Leía a todas horas, todos los días, en el más absoluto delirio, alejándome más y más de un escenario real cuya contemplación se volvía más áspera a medida que transcurrían los meses. Me quedaba dormido al amanecer, abrazado a un libro, después de horas y horas llevado en volandas por las calles de París, Londres o Macondo; sintiendo el frío hambriento en la San Petersburgo zarista; persiguiendo ballenas legendarias en un barco gobernado por el mismo demonio; viendo a hombres inocentes convertirse en bichos repugnantes de repente; o devorados por la angustia del crimen y de su castigo. Lloraba junto a mujeres extraordinarias que se lanzaban a las vías del tren por amor en la gélida Rusia prerrevolucionaria o despreciaba la inquina de las Desdémonas del mundo y la ambición de las Lady Macbeth susurrantes, siempre al acecho. Lograba asomarme a la colina desde la cual Eugène de Rastignac lanzaba su amenaza sobre París y sentía su furia, e, incluso, podía oler el perfume de Emma Bovary y percibir la aflicción por los amores destinados a la tragedia."

Retrato del hipócrita adolescente (fragmento) "Nueve muertes absurdas y otros cuentos" (Pábilo editorial, 2018)

                                                           


Cuando llegaba el verano, solía confeccionar una lista de libros a los cuales bauticé como "libros río", sobre todo por su extensión, aunque algunas veces también por su dificultad, como cuando me dio por tratar de entender a Nietzsche o Kierkegaard (con resultados similares al gazpacho cuando no se bate bien). Aquellas novelas parecían un río amplio, caudaloso y pacífico donde navegar empujado por una brisa favorable hasta finalizar la travesía en el océano. Me fascinaba la idea de entregarme durante varios días al desafío de terminar aquellos monumentos artísticos de primer nivel. Mientras el calor derretía el mundo y volvía locos a los jilgueros de mi madre, allí permanecía yo, en la San Petersburgo zarista, siguiendo a un estudiante alucinado que acababa de matar a una vieja prestamista, o acompañando al capitán Nemo y al profesor Aronnax por las profundidades abisales. Cuando decidía parar, la luz restallante de las cuatro de la tarde había dejado paso a la tibieza de la luz crepuscular. Salir de aquel micro universo me costaba; allí me encontraba seguro y a salvo de las vilezas del mundo. ¿Qué podía ofrecerme la calle mejor que todas aquellas maravillas impresas negro sobre blanco? (exceptuando a los amigos, poca cosa).

Aquellos fueron los veranos de "Guerra y Paz", "Crimen y castigo", "La montaña mágica", "It", "Paraíso perdido", "Moby Dick", "La odisea", "La Ilíada",  "La cartuja de Parma", "Madame Bovary", "El Quijote", "La Regenta", "Fortunata y Jacinta", "Ana Karenina"... 

Este verano no será diferente. Me he reservado una joya de la literatura china. Unas 3.400 páginas que supondrán un desafío de envergadura. En esta ocasión no he esperado al verano, ya empecé. Espero que me perdonéis la trampa.

Voy a tener que echar un par de horas extra.



Así que ya sabéis, para este verano seleccionad un libro río (el que sea, lo importante es leer), reservad un par de horas durante las cuales no seáis molestados y a disfrutar. Me lo vais a agradecer, de eso estoy seguro.







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