JOSEPH ROTH O LAS SORPRESAS QUE AÚN NOS QUEDAN POR VIVIR

 

        


Joseph Roth


A mis 45 años y después de haber leído con entusiasmo enfermizo todo lo que me ha salido al paso, uno llega a la triste conclusión de que será difícil sorprenderse con algún descubrimiento literario que agite los cimientos de su vida, como ocurría a los 18 o 20, cuando los descubrimientos de Stendhal, Stevenson, Conrad, Dostoievski, Homero, Cervantes, Hemingway, Fitzgerald, García Márquez, etc., te mantenían en vilo noches y noches, mientras el cielo iba cambiando de tonalidad, desde las oscuridades de la madrugada hasta los primeros tonos malvas y después rosados de las luces iniciales de la mañana, día sí y día también.

Pero la vida es tenaz en su rechazo a lo estático y ofrece una vez tras otra motivos de asombro a los buscadores de lo insólito. Yo no conocía la obra de Joseph Roth (1894 – 1939); alguna vez lo había visto en anaqueles físicos y virtuales peleando por su espacio vital con otro montón de insignes autores. Pero nunca me había decidido a empezar a leerlo. Solo disponía de un conocimiento disperso de algunos datos biográficos y de la curiosidad de haber leído en algún sitio que se trataba de unos de esos “escritores de escritores”, ese tipo de autor que quizás no disponga del aplauso del gran público, pero que fascina a quienes con mayor o menor talento y fortuna nos dedicamos a juntar letras. Lo más curioso es que ni siquiera su “La leyenda del santo bebedor” me hubiera conducido a su lectura, ya que, con tan sugerente título, lo normal hubiera sido lanzarme de cabeza a por él… en fin, las cosas que tiene la vida.



Después de algunos titubeos y dilaciones, me hice con “La leyenda del santo bebedor” (Anagrama). Lo leí en una tarde y una noche, completamente traspuesto, conmovido con cada palabra, con cada oración; la sutileza de los párrafos, el lenguaje poético y evocador que utiliza para describir el mundo del delirio, la pobreza, el alcohol y la abyección humana, me sumió en un desconcierto maravilloso. Había en la historia del clochard protagonista tanto esplendor y tanta misera, tanto absurdo y tanta poesía como en cualquier otra obra inmortal del canon literario. La grandeza de Roth está en aullar fuego en cada frase, manteniendo siempre a los personajes fijados a la gran rueda de lo ineludible, convirtiendo la anécdota inicial en toda una alegoría sobre la inevitabilidad del destino y el absurdo que rodea la existencia humana. Nuestro clochard (un vagabundo alcoholizado que malvive bajo los puentes del Sena) recibe de un desconocido una cantidad inesperada de dinero con la condición de devolverlo, pero no a él, sino a una imagen de Santa Teresa, que descansa en la iglesia de Sainte Marie des BatignollesA partir de ese momento, el destino y la debilidad humana se confabularán para impedir que el santo bebedor sea capaz de restituir lo adeudado.

En espacio de menos de un mes he devorado “La cripta de los capuchinos”, “Hotel Savoy” y “Años de hotel” (todos en Acantilado) como un devoto, absorbido por la poesía que Roth extrae de entre los rescoldos de un mundo que se extingue, el mundo de entreguerras, un periodo convulso que conoció la barbarie de la I Guerra Mundial, se subió al desenfreno de la década siguiente y que vio con ojos asombrados el auge del fascismo y la descomposición de los grandes imperios de la Europa continental durante los años 30. En ese mundo fronterizo es en el que Roth explota sus extraordinarias dotes de observador de la naturaleza humana. 

              









Os dejo la página de Joseph Roth en Acantilado.

Nuestra época, tan similar a la que le tocó vivir a Roth, dominada también por la incertidumbre y el auge de posturas políticas de trazo grueso y alejadas del diálogo y el entendimiento, es un moemnto ideal para descubrir y dejarse hechizar por la obra de un autor indispensable.

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