El amor no era para tanto

  Laura me dice algo sobre los cerezos. Conduzco a través de una recta larguísima, en paralelo a un río estrecho y convulso, que se proyecta sobre un lecho pedregoso, bajo la lluvia torrencial de principios de marzo. --¿Cómo? --Nunca me escuchas. Decía que los cerezos aún no han florecido. En Cabezuela del Valle nos detenemos en el puente. La lluvia cae con insistencia, pero nos da igual, sobrecogidos por la belleza onírica del lugar. --Hay una cascada aquí cerca –me explica Laura--. Podemos ir en coche. Es una pena lo de los cerezos, pero bueno, qué le vamos a hacer. Una carretera llena de requiebros y peligrosos precipicios rodeados de castaños nos lleva al “Salto del Caozo”. Sobre un rudimentario puente de hierro, extraviados ambos en nuestra propia manera de vivir esta escapada rural con la que esperamos reconducir un matrimonio a la deriva, contemplamos la furiosa cortina de agua. De vuelta en la posada, cenamos en silencio, oyendo el rumor del río y el golpeteo de la lluvia en lo